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sábado, 16 de septiembre de 2023

Información, por favor.


   “Información, por favor”


                  Por Paul Villiard













 La voz del hada madrina  

que había en el teléfono dejó 

un recuerdo imborrable. 






  Cuando yo era muy niño, mi familia tenía uno de los primeros teléfonos que se instalaron en mi pueblo. Recuerdo muy bien la caja de madera lustrada fija en la pared, en el descansillo de la escalera, y hasta el número: 105. El brillante tubo del auricular colgaba al costado de la caja. Aunque yo era muy pequeño para alcanzar el aparato, solía escuchar embelesado a mi madre hablar por él. Una vez me alzó para que yo le dijese algo a mi padre, que estaba en viaie de negocios. ¡Parecía cosa de magia!

   Más tarde descubrí que oculta en algún lugar, dentro del maravilloso mecanismo, vivía una criatura asombrosa, que se llamaba “Información, por favor”. No había nada que ella no supiera. Mamá podía preguntarle el número telefónico de cualquier persona, y si nuestro reloj se quedaba sin cuerda. Información, por favor, nos daba inmediatamente la hora exacta.

   Mi primer contacto personal con el hada madrina que vivía en el receptor del teléfono ocurrió cierto día en que mi madre había ido a visitar a la vecina. Jugaba vo en el sótano con el banco de herramientas, cuando me di un golpe con el martillo en un dedo. El dolor que sentí fue tremendo, pero pensé que de nada me valdría llorar puesto que no había nadie en casa para consolarme. Me puse a dar vueltas por toda la casa, chupándome el dedo, que me pulsaba violentamente, hasta que llegué a la escalera. ¡El teléfono! Corrí a buscar la banqueta de la sala y la arrastré hasta el descansillo. Encaramándome a la banqueta, descolgué el receptor y me lo puse al oído.

   —Información, por favor —dije, hablando al micrófono, que me quedaba a la altura de la frente.

   Siguieron dos o tres chasquidos y una vocecita clara me llegó al oído:

   —Información.

   —¡Me lastimé el deeedo! —sollocé al teléfono.

   Las lágrimas me brotaron en seguida, ya que tenía quien me oyera.

   —¿No está tu mamá en casa? —preguntó la voz.

   —Estoy solo —balbucí.

   —¿Estás sangrando?

   —No. Me pegué con el martillo y me duele mucho.

   —¿Puedes abrir la nevera? —prosiguió la voz, a lo que contesté que sí—. Entonces rompe un trocito de hielo y apriétalo contra el dedo. Así te dejará de doler. Ten cuidado al usar el punzón para picar el hielo —me recomendó—. Y no llores. Todo saldrá bien.

   Después de eso, di en llamar a Información, por favor, a propósito de esto y aquello. Le pedía que me ayudara en mis tareas de geografía y me decía dónde estaban Filadelfia y el Orinoco, el romántico río que me proponía yo explorar cuan do fuese grande. Me ayudaba con mis problemas de aritmética, y en una ocasión me dijo que mi ardilla (la había yo cazado en el parque el día anterior) podría alimentarse con nueces y frutas.

   Vino luego la vez en que murió Pedrito, nuestro canario. Llamé a Información, por favor, y le di la triste nueva. Después de oírme, me dijo las cosas que las personas mayores dicen a los niños para consolarlos. Pero mi pena no tenía alivio: ¿Cómo era posible que un pajaro cantase de manera tan bella y alegrara a toda una familia, solo para acabar en un montón de plumas, con las patitas para arriba, en el suelo de una jaula?

   Información debió comprender mi hondo pesar y agregó en voz baja:

   —Paul, recuerda siempre que hay otros mundos donde cantar.

   Con esto me sentí mejor.

   Otro día me puse de nuevo al teléfono. La voz que ya se me había hecho familiar dijo:

   —Información.

   —¿Cómo se escribe “fijo"?

   En ese momento mi hermana, que se divertía más de la cuenta en asustarme, bajó a saltos por la escalera dando un alarido de loca:

   —¡Aaaaah!

   Me caí de la banqueta, arrancando de la caja el auricular. Los dos quedamos aterrados. Información, por favor, había desaparecido y yo temía haberle hecho daño cuando arranqué el receptor.

   Minutos más tarde un hombre apareció en la puerta, diciendo:

   —Vengo a reparar el teléfono. Estaba trabajando aquí cerca y la telefonista me dijo que tal vez hubiera sucedido algo en esta casa.

   Tomó el auricular, que yo tenía aun en la mano, y me preguntó:

   —¿Qué sucedió? 

   Le expliqué lo ocurrido, y él, abriendo la caja del teléfono, anunció:

   —Bueno, en uno o dos minutos dejamos esto arreglado.

   Tocó unos instantes con el cordón del receptor en el lío de alambres y carretes que había quedado al descubierto y metió aquí y allá un destornillador. Luego sacudió dos o tres veces la horquilla y al fin habló al teléfono:

   —Hola, habla Pete; ya está arreglado el 105. La hermana del chico lo asustó y él arrancó el cordón de la caja.

   Colgó el auricular, sonrió, me dio una palmadita en la cabeza y se fue.

   Todo esto sucedió en un pueblecito rural. Cuando yo tenía nueve años nos fuimos a vivir a una gran ciudad, donde echaba mucho de menos a mi hada madrina. Para mí, información, por favor, vivía dentro de la vieja caja de madera, en la otra casa, y no sé por qué nunca se me ocurrió probar a encontrarla en el teléfono nuevo, alto y flaco, que estaba sobre una mesita del vestíbulo.

   Sin embargo, al llegar a la adolescencia el recuerdo de aquellas conversaciones de mi infancia jamás me abandonó realmente; en momentos de duda y perplejidad me venía a menudo a la memoria la grata sensación de seguridad que me embargaba sabiendo que, si llamaba a Información, por favor, obtendría invariablemente la apropiada respuesta a mis preguntas. Entonces llegué a comprender cuán paciente, comprensiva y bondadosa había sido al perder el tiempo con un niño.

   Pocos años más tarde, al hacer un viaje por el país, mi avión hizo escala en una ciudad cercana al pueblo de mi infancia. Disponía de media hora antes de trasbordar a otro aparato, y empleé unos quince minutos en conversar por teléfono con mi hermana, que a la sazón vivía no lejos de allí, felizmente dulcificada por el matrimonio y la maternidad. Después, sin saber en realidad lo que hacía, marqué el número de la telefonista de mi aldea natal y dije:

   —Información, por favor.

   Como por milagro, volví a oír la vocecita de clara entonación que tan bien conocía:

   —Información.

   No había pensado siquiera en lo que iba a decir, pero espontáneamente pregunté:

      —¿Podría usted decirme, por favor, cómo se escribe la palabra “fijo”?

   Hubo un prolongado silencio y luego, suavemente, recibí respuesta:

   —Supongo —me decía Información, por favor— que ya se te habrá curado el dedo ...

   Solté la carcajada.

   —Así que es cierto que es usted. No sé si tiene idea de lo mucho que significó usted para mí en aquella época.

   —No sé —repuso— si tienes idea de todo lo que tú significaste para mí. No he tenido nunca hijos, y esperaba siempre con ansia tus llamadas. ¡Qué tontería! ¿verdad?

   No me parecía una tontería, pero me abstuve de decirlo así. En vez de esto le dije que había pensado a menudo en ella en todos esos años, y le pregunté si podría llamarla de nuevo, cuando volviera por allí a visitar a mi hermana.

   —Me darás un gran placer. Pregunta por Sally.

   —Adiós, Sally. (Se me antojaba extraño el que Información, por favor, tuviese un nombre de pila). Si topo con alguna ardilla, le diré que se alimente de nueces y frutas.

   —Eso es. Y espero que uno de estos días salgas para el Orinoco. Adiós, entonces.

   Tres meses después me encontré de nuevo en el mismo aeropuerto. Una voz diferente me respondió cuando pedí “Información, por favor”, y pregunté por Sally.

   —¿Es usted amigo de ella ? —me contestó la voz.

   —Sí, un viejo amigo.

   —Entonces lamento tener que darle la noticia. En los últimos años Sally trabajaba solamente unas horas al día porque estaba enferma. Murió hace cinco semanas.

   Pero antes de que yo pudiera cortar la comunicación, añadió:

   —Un momento. ¿Dice usted que se llama Villiard?

   —Sí.

   —En ese caso, Sally me dejó un mensaje para usted.

   — ¿Qué dice? —le pregunté, aunque adivinando casi lo que sería.

   —Se lo leeré: “Dígale que sigo creyendo que hay otros mundos donde cantar. Él sabrá lo que quiero decir”.

   Le di las gracias y colgué el receptor. Sí; bien sabía yo lo que Sally quería decir.

“Selecciones” del Reader’s Digest, tomo LII, núm. 310.

miércoles, 16 de diciembre de 2020

Dónde se debe enterrar un perro


Dónde se debe enterrar

un perro

   Este editorial de Ben Hur Lampman fue, entre los publicados por el Oregonian de Portland, uno de los que mayor eco hallaron entre los lectores de ese diario, que han solicitado una y otra vez su reimpresión.

    Uno de los suscriptores del Argus, de Ontario, ha escrito al director preguntándole: “¿Dónde debo enterrar mi perro?”

    Nosotros contestaríamos a tal pregunta que hay varios sitios donde puede darse sepultura a un perro. Viene en este momento a nuestra memoria cierto perdiguero cuyo pelaje era una llama bajo la caricia del Sol, y el cual, hasta donde a nosotros se nos alcanza, jamás abrigó un pensamiento sórdido o indigno. Este perdiguero está enterrado al pie de un cerezo, bajo dos metros de blanda tierra hortense, y cuando la estación llega, el cerezo cubre de pétalos la verde grama de su sepultura. La inmediata cercanía de un cerezo o de un manzano, o de cualquier arbusto que florezca, es sitio excelente para enterrar un perro que nos amó en vida. Bajo la sombra de esos árboles, al pie de aquellos arbustos, durmió él en los amodorrantes días del verano, o se tendió con deleite a roer un hueso, o levantó la cabeza para desafiar a un intruso. Ésos son sitios buenos para el que vive o para el que ha muerto; aunque, en realidad, la elección del lugar no tiene mauor importancia. Porque si al perro se le recuerda con cariño, si los ojos del alma suelen verlo acercarse saltando, tal como hacía cuando estaba vivo, con aquella su mirada luminosa, alegre, suplicante, no importa dónde esté durmiendo ese perro su sueño eterno. Puede ser en un cerro donde el viento descargue sin trabas sus furiosas disciplinas y haga gemir los árboles que se doblegan a su paso, o al lado de un arroyo que él conoció cuando era cachorrillo, o en un rincón de la dilatada pradera donde el ganado trisca alegremente. Lo mismo da un lugar que otro si el recuerdo perdura. Pero hay un sitio mejor aun para enterrar el perro que nos amó y que amamos.


    Si usted le da sepultura en ese sitio, vendrá cuando lo llame… vendrá atravesando las gélidas y obscuras fronteras de la muerte, por el bien recordado camino, hasta llegar a su lado. Y aunque usted tenga en torno suyo docenas de perros, ninguno de ellos habrá de gruñirle ni disputarle el sitio, porque estará donde le corresponde. Habrá gente que se mofe de usted; gente que no crea en ese acercamiento del leal amigo porque no ve la hierba doblarse bajo sus pisadas, ni oye su leve quejido; gente que, quizás, nunca supieron lo que es, en verdad, tener un perro. Páguele con una sonrisa, porque usted sabe algo que está oculto para ella, y que vale la pena saber. El mejor sitio para enterrar un perro noble y bueno, es el corazón de su amo.
Ben Hur Lampman: How Could I be Forgetting? (Binfords & Mort).

miércoles, 13 de mayo de 2020

Enrico Caruso biografía


El cantante que cautivó como ningún otro la admiración y el afecto del público.


Caruso, el tenor

de la voz de oro

Por George Kent
Basado en el libro «Enrico Caruso» por Dorothy Caruso.

Ana Caruso vio morir a dieciocho de sus hijos en la infancia o la adolescencia. El que vino después escapó a esa especie de maldición para ser el cantante más grande de todos los tiempos. En 1903 hizo su estreno estadounidense en el escenario de la Ópera Metropolina de Nueva York. En 1920 cantó allí mismo su última aria. A los ocho meses de esto había fallecido. Millones de hombres y mujeres lloraron su muerte en todo el mundo civilizado, y se cuentan por millares los que les guardaron luto. No sólo había sido un eximio cantante, sino un hombre que supo hacerse querer por su gran corazón.

Enrico Caruso. Nápoles (Italia). (1873 - 1921).
    En los tiempos de Enrico Caruso no existía la radio ni la televisión y era desconocido el cinematógrafo sonoro. Para oirle cantar había que comprar un billete e ir al teatro, o que conformarse con el gramófono de bocina. Su público era, por lo tanto, muy reducido, si se le compara con los millones de radioescuchas de nuestros días. Sin embargo, la historia no ha conocido aclamaciones tan entusiastas como las recibidas por Enrico Caruso, ni idolatría semejante a la que le tributaron sus contemporáneos.

    Aun cuando en su repertorio figuraban principalmente las grandes óperas francesas e italianas, que entonces como hoy, se consideraban un tanto intrincadas para la generalidad de los oyentes, Caruso tenía tal fuerza expresiva y transmitía tan efectivamente las emociones, que arrebataba al público hasta arrancarle lágrimas. Él mismo sentía lo interpretado con tal intensidad que a veces se encerraba en su camerino al terminar la representación, y sollozaba hasta calmarse.

    Su escenario habitual era el de la Ópera Metropolitana de Nueva York, pero su fama se extendía a todas las capitales del mundo, desde Buenos Aires hasta Moscú. A dondequiera que iba, las multitudes se arremolinaban en torno suyo. Cuando entraba en los restaurantes, el público se ponía en pie y estallaba en vítores y aplausos. Para evitar tales manifestaciones de entusiasmo, comía en casa o en una cantina italiana del oeste de Nueva York, donde algunas tardes pasaba sus horas libres jugando a las cartas con el propietario. Todos los días recibía por correo innumerables regalos de bombones, manjares, joyas, y su propio retrato bordado en seda o lana.

    Millares de artículos comerciales, desde tabacos hasta jabones, fueron bautizados con su nombre. Todavía lo lleva una cadena de restaurantes neoyorquinos, una marca de macarrones y otra de conservas. Uno de sus entusiastas admiradores tuvo la ocurrencia de llamar Caruso a un caballo de carreras; el gran tenor apostaba fielmente 10 dólares a su homónimo equino cada vez que corría; pero nunca ganó una sola carrera.

    En aquella época, tan anterior al advenimiento de la radio, Caruso alcanzó remuneraciones económicas que no han sido igualadas hasta hoy. Sus ingresos monetarios provenían solamente de sus actuaciones en escena o de la grabación de discos gramofónicos. Nunca pidió a la Ópera Metropolitana más de 2.500 dólares por representación, pero en Cuba y Méjico le pagaron a razón de 10.000 y 15.000 dólares respectivamente, cifras no superadas hasta hoy, considerando su equivalente en dinero actual. Rehusó una temporada artística de dos meses por Iberoamérica que le habría producido 250.000 dólares, y en el curso de su vida ganó casi 10.000.000 (diez millones) de dólares.

    Veinticinco años después de ocurrida su muerte, los derechos de sus discos gramofónicos aún seguían produciendo abundantes ingresos. La compañía de discos Victor editó 18.000 álbumes de discos de Caruso en la Navidad de 1943. Al día siguiente de puestos a la venta, estaban agotados.

    Buena parte de tan extraordinaria popularidad la debió Caruso a la grandeza de su corazón. La sencillez campesina que poseía le impulsaba a actos de generosa cordialidad que le granjeaban la adoración de la gente.

Como Canio, el payaso trágico de la ópera Los payasos (I Pagliacci), de Leoncavallo.

    Una noche, en Bruselas, oyó desde su camerino un ruido extraño que subía de la calle. Abrió la ventana y vio reunidas en la inmediaciones del teatro a millares de personas que mostraban su descontento por no haber podido entrar al teatro. Las localidades se habían agotado totalmente. Era una función de gala a la que asistía la familia real. Caruso meditó un instante, y luego, sin que nadie pudiera impedírselo, cantó para el público aglomerado en la calle las principales arias de la ópera que iba a representarse.

        En otra ocasión, se encontraba firmando cheques para las doscientas y pico de personas a cuyo sostenimiento contribuía, cuando su esposa murmuró:
    —Estoy segura de que mucha de esa gente no merece ayuda.
    —Tienes razón, Doro —replicó el artista—; pero no es posible saber quiénes la merecen y quiénes no.

    Otra mañana, paséandose por las calles de Cleveland (Estados Unidos) con su secretario, Bruno Zirato, se detuvo de pronto:
    —No es justo —exclamó—. Ganamos dinero en esta ciudad y nos vamos a marchar sin dejarle un centavo. Tenemos que hacer algo.

    En aquel instante se encontraban ante el escaparate de una tienda que vendía porcelana fina. Caruso entró en el establecimiento y compró todas las existencias, encargando que se las enviasen a Nueva York para repartirlas entre sus amigos pobres. Desde entonces ideó siempre alguna combinación para dejar en todas las ciudades parte de las sumas que percibía por cantar.

    Cuando estaba en el cenit de su carrera, Caruso era un hombre rollizo, de mediana estatura, cuyo cabello empezaba a clarear en la coronilla. Era exageradamente limpio. Se bañaba dos veces por día, mientras estudiaba partituras colocadas en un atril construído especialmente para fijarlo en los cantos de la bañera. Dejaba la puerta abierta para oír el acompañamiento del piano colocado en el cuarto contiguo. Todas las mañanas, mientras el barbero, el masajista, el pedicuro y la manicura se encargaban de él, Caruso ensayaba su papel de esa noche, siempre acompañado por el piano.

    Era en extremo intolerante con la gente que no se preocupaba del cuidado personal tanto como él. En cierta ocasión, doliéndose de su suerte por tener que hacer el amor en escena a una famosa diva, comentaba: «¡Cantar con una persona que no se baña es terrorífico; pero emocionarse enamorando a una mujer que huele a ajo, es sencillamente imposible!»


    Enrico Caruso nació en la ciudad de Nápoles. Los años que asistió a la escuela fueron muy pocos. Su padre, que era un mecánico pobre, quería que siguiese el mismo oficio, y a fuerza de golpes consiguió que trabajara un poco. Pero Caruso no tenía más aspiración que la de ser cantante. Su madre era la única que constantemente le daba ánimos para que no desmayara en tal empeño.

    La primera vez que cantó ante un maestro de música, Caruso no tuvo éxito. El profesor, Guglielmo Vergine, conocido principalmente por aquel episodio, le dijo al terminar el ensayo: «Tienes una voz que suena como el viento en las persianas». Pero Caruso consiguió que le permitiera seguir estudiando bajo su dirección, y asistía a las clases con la más estricta puntualidad. Fue aquella una época de terrible pobreza, algunos de cuyos episodios contaba a su esposa:
   
    «Como mi único trajecillo negro se había puesto verde, compré una botella de tinte y lo teñí yo mismo para seguir asistiendo a las clases con decoro. Mis camisas, que no pasaban de dos, estaban muy poco presentables, pero yo les hacía pecheras de papel para que siempre se viesen flamantes. Necesitaba andar largo trecho para ir a la escuela, y ni los zapatos me alcanzaban ya, ni tenía dinero para reemplazarlos. Por fin, cantando en bodas y funerales logré reunir lo necesario para comprarme un par. El día que los estrené empezó a llover cuando aun me faltaba medio camino para llegar a casa del profesor. Ignorando que las suelas eran de cartón, los puse a secar junto a la estufa. El calor los retorció de tal modo que hube de regresar a mi casa descalzo».

    Al terminar el curso se celebraron los exámenes correspondientes y Caruso pidió permiso para presentarse a ellos. El señor Vergine reconoció que su discípulo había hecho ligeros progresos, pero no manifestó entusiasmo especial. Obtuvo, sin embargo, una o dos contratillas para Caruso y, por fin, un puesto de sustituto de tenor en una pequeña compañía ambulante de ópera.

Como Radamés, de la ópera Aïda, de Verdi. Foto de 1910, tomada en Nueva York.

    Cierto día llegó ésta a un lugar donde Caruso tenía amistades. Como lo más probable era que no se necesitaran sus servicios en el teatro, se fue a pasar un rato con sus amigos, en cuya compañía cantó viejas canciones napolitanas y vació unas cuantas botellas de vino. 
Enrico estaba ya bastante achispado cuando llegó en su busca un recadero para avisarle que su presencia era requerida urgentemente. El tenor estaba indispuesto y no podía cantar el primer acto. Caruso corrió al teatro. Cantó bien, pero con horror del empresario y deleite del público, mientras estuvo en escena causó el más cómico de los desórdenes, tropezando con los otros actores, dando traspiés y haciendo toda clase de cabriolas. El público se rió a carcajadas, gritándole: Ubriaco! Ubriaco! (¡Borracho! ¡Borracho!).

También como Radamés, de la ópera Aïda, de Verdi. Foto de 1910.
    El director se apresuró a despedirlo apenas terminado el acto, y el novel tenor de diecinueve años se fue desconsolado a su cuartito de la fonda. Había fracasado rotundamente en la primera oportunidad de su vida.  Pero, al poco al poco rato, el recadero volvió en su busca, esta vez con más urgencia que antes. El público había hecho abandonar la escena al otro tenor y estaba reclamando a grandes voces la presencia del ubriaco. Caruso retornó a escena y obtuvo un gran éxito.

    Desde aquel día sus progresos fueron continuos.  Durante los diez años siguientes llegó a ser uno de los tenores más famosos de la ópera italiana y cantó en muchos países de Europa. Más adelante fue invitado a cantar en el teatro de la Ópera Metropolitana de Nueva York, donde se estrenó con Rigoletto.

     Según Caruso explicó en cierta ocasión, los requisitos de todo gran cantante son: pecho amplio, boca grande, 90 por ciento de memoria, 10 por ciento de inteligencia, mucho trabajo, y algo en el corazón. Él reunía todas esas condiciones del orden intelectual, moral y emotivo.  En cuanto a lo físico, estaba igualmente bien dotado. Tenía un pecho enorme y podía dilatarlo unos 25 centímetros.

    Antes de presentarse en escena se sometía a una especie de tratamiento de su propia invención. Primero hacía gárgaras con agua salada caliente, y luego sorbía rapé sueco para descargar la nariz. Después se tomaba una copa de whisky y un vaso de agua gaseosa, y se comía un cuarterón de manzana. Deslizaba en los bolsillos de su traje escénico dos frascos de agua salada tibia para aclarar la garganta, si le era necesario hacerlo durante la representación. Cuando tal cosa ocurría, daba la espalda al público, tragaba rápidamente sin que lo notaran el contenido de un frasco, y continuaba cantando. 

    Caruso fue siempre muy sensible a la crítica. Cuando los aristarcos de Boston censuraron una de sus representaciones, juró nunca más cantar en aquella ciudad y cumplió su juramento. Pero, por regla general, gozaba de excelente humor. Le gustaba bromear, “hacer jugarretas”, como él decía. Aún se recuerdan muchas de ellas. En una representación de Tosca, por ejemplo, el barítono Antonio Scotti se inclinó para recoger un pincel que se había caído detrás del caballete, pero no pudo levantarlo. Caruso lo había clavado al suelo.

    En el libro de anécdotas curiosas de David Ewen, titulado Linten to the Mocking Words, se cuenta una de Caruso y Geraldine Farrar cuando estaban grabando un disco gramofónico de Madame Butlerfly. Como el ensayo ante la máquina grabadora había sido largo y penoso, Caruso, en un momento de descanso, salió a la calle y fue a un bar cercano en busca de algo que le hiciera recuperar las fuerzas. Cuando volvió y se puso a cantar de nuevo con la Farrar, la prima donna, por travesura, intercaló estas palabras en el aria: «¡Oh, te has tomado un whisky con agua de Seltz!» Caruso repuso imperturbable, también acomodando las palabras a la música: «¡Te equivocas; me he tomado dos!» El disco figura hoy entre entre los tesoros de cierto coleccionista.

    El pasaje más tierno de la extraordinaria vida de Caruso es probablemente la historia de su matrimonio. El tenor tenía cuarenta y cinco años y estaba en el cenit de su carrera cuando conoció a Dorothy Park Benjamin, una muchacha neoyorquina de veinte años, tímida y desconocedora del mundo, que acababa de salir de un colegio de monjas. La enamoró y supo hacerse corresponder, a pesar de la oposición terminante de la familia de la joven, muy atenida a convencionalismos y tradiciones. Los tres breves años de vida conyugal fueron un idilio. Es algo que brilla rutilante en la biografía de Caruso, escrita por su viuda, pero aun resplandece más en las cartas del cantante a su mujer. He aquí un pasaje escogido al azar:
    «Mi corazón salta de un modo que parece querer volar adonde estás. Nunca más me separaré de ti de nuevo; nunca más. Querría que estuvieses dentro de mi ser para que vieras cuánto te amo. ¿Qué puedo hacer para que estés bien segura de ello? Creo haber hecho cuanto he podido para demostrarte mi amor, y todavía intento hacer otras cosas para convencerte. Ten la certeza de que tu Enrico te adora... »

    El matrimonio vivía apaciblemente en su apartamento de un hotel neoyorquino. Caruso gustaba poco de salir porque la multitud le molestaba. Ambos pasaban la velada en el hogar; él, calada las gafas de áureo cerco, pegaba sello o recortes de prensa; ella leía. A veces, Caruso sentía hambre a medianoche y enviaba a buscar una hogaza y algunos bistés pequeños. Cortaba el pan a lo largo, ponía los bistés en medio, y saboreaba con deleite aquel improvisado emparedado colosal.

  Cuando recibía invitaciones a comer, enviaba invariablemente a la dueña de la casa un recado para que lo sentaran junto a su esposa. «Dígale advertía al recadero que me he casado con mi mujer para que esté a mi lado. Si no he de estarlo, prefiero quedarme en casa».

    En diciembre de 1920 estaba cantando un aria  del primer acto de la ópera «El elixir de amor» (L'Elisir d'Amore), cuando se le rompió un vaso sanguíneo de la garganta. A pesar del accidente, se empeñó en terminar el acto. Un reportero de Times de Nueva York describió así la escena: 
    «Primero hizo uso de su pañuelo para llevárselo a la boca, pero momentos después estaba enrojecido y lo tiró. Los miembros del coro se las fueron arreglando entonces para acercársele, entregarle disimuladamente un pañuelo y volver a su sitio. No bien había recibido uno cuando ya necesitaba otro; tan abundante así era la hemorragia. De cuando en cuando asomaban a sus labios pequeños grumos de sangre».

Busto de Caruso, por Filippo Cifariello.

      Sentada en la primera fila de butacas, su esposa le dirigía miradas suplicantes para que abandonase el escenario.

    Regresó a la Ópera Metropolitana la víspera de Navidad, pero le fallaron otra vez las fuerzas. En los meses que siguieron fue operado siete veces a causa de abcesos pulmonares. Su salud pareció restablecida, pero ya no pudo cantar. El verano del año siguiente se embarcó para Nápoles, donde murió, a la edad de cuarenta y ocho años, en un hotelito que miraba a la espléndida bahía.

    Dorothy Caruso escribió en la biografía de su esposo estas palabras conmovedoras: «He estado al pie de la radio escuchando su voz maravillosa en los discos de un programa que se organizó para honrar su memoria. Mucho hubiera gozado él con este tributo. Su comentario habría sido: ¡Cuánto agradezco que aún se acuerden de mi!»
«Selecciones» del Reader's Digest. Tomo XI, núm. 66. (Imágenes añadidas para este sitio).
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Aria Vesti la giubba, de la ópera I Pagliacci, de Leoncavallo. Grab. en 1907.

La espledorosa Celeste Aïda, de la ópera Aïda, de Verdi. Grab. en 1911.

La emotiva Addio a la Madre (Adiós a la madre), aria de Cavalleria Rusticana, de Mascagni. Grab. en 1913.



Aria Rachel, con un final de intenso dramatismo, de la ópera La judía (La juive), de Halevy. Grab. en 1920.
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viernes, 27 de marzo de 2020

Lenguaje inclusivo payasada


“Lenguaje inclusivo”,

la payasada lingüística

Por A. E. S.

    Hace algunos años, los hispanohablantes empezamos a leer y oír, además de los habituales barbarismos difundidos principalmente por los periodistas y locutores de radio y televisión, una manera de expresarse, que no es ya solo incorrecta, sino además ridícula y payasesca. Me refiero a lo que se ha dado en llamar con el falso y eufemístico nombre de “lenguaje inclusivo”.

    Esa forma de decir, por ejemplo, “los españoles y las españolas”, “los niños y las niñas”, “todos y todas” y otras frases similares, como “amigues” y “médiques”, por “amigos” y “médicos”, de ambos sexos; en lugar de la forma correcta “los españoles”, “los niños”, etc., sobrentendiédose, como siempre ha sido, que de ésta última manera quedan incluídos los españoles y españolas, niños y niñas, etc.

    Esta incorrecta forma de expresión fue y es promovida exclusivamente por personas de ideología política de izquierdas, y esto se puede comprobar oyéndoles usarlas y viendo que pertenecen siempre a algunos de los partidos de izquierda. Pretenden ellos que todos les imitemos y nos prestemos a expresarnos de esa manera. Esto ocurre en muchos países hispanohablantes. Empero, las personas de mediana cultura hacia arriba, no se expresan así, y se resisten a hacerlo, sabiendo que es lingüísticamente incorrecto, además de ridículo.

    La Real Academia Española ha rechazado dos veces el llamado “lenguaje inclusivo”, por considerarlo incorrecto. Se podía leer hasta hace pocos días, en el sitio en línea de la Academia, los fundamentos de ese rechazo. Ahora bien, ese fundamento escrito en el sitio de la Academia, ya no aparece. Parece ser, aunque no puede asegurarse de momento, que la Academia quiere aceptar parte de esa bufonada del “lenguaje inclusivo”, al ponerse a colaborar en la redacción de la nueva Constitución de España. Si dicha institución aceptare el “lenguaje inclusivo”, muchas personas le perderemos el respeto intelectual que le guardamos. Ciertamente, la Academia ha aceptado cierto número de vocablos y expresiones que son verdaderamente incorrectos. La R. A. E. se ha relajado y se ha puesto muy obsecuente en los últimos años. Parece ser que ya no es aquella Academia tan respetable en la que no cualquier escritor, en la que ningún escritor del montón podía acceder a ser miembro de ella. La Academia ha perdido la excelente calidad que tenía antaño. Por ello existen gramáticos, lingüistas y lexicólogos que rechazan varios juicios emitidos oficialmente por esa institución, y explicando los fundamentos para rechazarlos. Uno de esos ilustres gramáticos y lingüistas es el doctor don Manuel Seco Reymundo, autor del “Diccionario de dudas y dificultades de la lengua española”, entre otras obras, que fue secretario perpetuo de dicha Academia.

    Dos profesores de lengua castellana, Jorge N. Ferro y María D. Buisel, entrevistados por el periódico La Nación, de Buenos Aires, el más importante diario de la Argentina, dicen acerca del particular:

    Profesora Buisel:  “Es un disparate para coaccionar. Recuerdo una observación de Theodore Dalrymple, seudónimo de Anthony Daniels, un médico inglés, viajero muy agudo, sobre la propaganda comunista, que se expresaba más o menos así y se puede aplicar a la pregunta: "El propósito de la propaganda comunista no era persuadir o convencer o informar, sino humillar; y por lo tanto, cuanto menos correspondía a la realidad, mejor". Cuando las personas se ven obligadas a permanecer en silencio cuando se les dicen las mentiras más obvias, o peor aun, cuando se ven obligados a repetir las mentiras, pierden su sentido de probidad. La aquiescencia a las mentiras más obvias es en cierto modo una manera de ser uno mismo parte del mal. La capacidad de la persona para resistir es así erosionada, e incluso destruida. Una sociedad de mentirosos y castrados es fácil de controlar”.

    Profesor Ferro: El lenguaje inclusivo es un disparate. Es una animalada que no resiste el menor análisis. Se le resta toda espontaneidad, todo matiz (al idioma). Y además, ¿por qué está mal que haya masculino y femenino? Por ejemplo, el uso de la "e". Ya existen en castellano los adjetivos terminados en "e", que son para los dos géneros. Y eso viene del latín. Se dice "hombre alto", "mujer alta", "hombre grande", "mujer grande". Decir "presidenta" es un disparate porque la "e" de "presidente" ya es neutra. Ahora veo que también se usa en el verbo: "cantemes" o "cantames".
   Otro disparate porque el verbo no tiene género. El verbo es la palabra que tiene más accidentes: persona, número, tiempo, modo y voz, pero no tiene género. Un hombre dice "yo canto" y una mujer también dice "yo canto""

    Veamos y oigamos a continuación, una compilación de fragmentos de discursos en los que se usa el “lenguaje inclusivo”. Es por cierto una ridícula bufonada, que puede hacer reir, llorar o indignar a las personas que tengan de una mediana cultura hacia arriba, según la personalidad de cada quien. Otra cosa muy cierta, además del mal gusto que caracteriza a quienes aparecen en el vídeo, es que ellos, al igual que los payasos de circo, no temen nada al ridículo. Y por último, son tan ridículos algunos fragmentos de su oratoria, que quien los oye puede llegar a creer que es una broma, o que el audio ha sido trucado; mas no es una broma ni fue trucado el audio; esta gente habla en serio y se toma en serio lo que dice. No importa que sigan rebuznando, ya que, como dice un refrán español, los rebuznos nunca llegan al cielo.
Alejandro E. Spalvieri.
N. B. —El vídeo mencionado fue eliminado. Otro vídeo en relación a este tema:



miércoles, 25 de marzo de 2020

Publicidad sincera


Anuncio cum laude

Por ser sincero y carecer
de exageraciones

   En San Francisco de California, la Newel Gutradt, una compañía antigua y relativamente pequeña, fabrica y vende el jabón Strykers. Los químicos de las compañías grandes están de acuerdo en que es un buen producto. Sus anuncios son una abrupta desviación de lo que ha sido siempre la regla general tratándose de jabones. Ejemplos:

    No hay fenomenol en el jabón Strykers. Positivamente no contiene maravillina, engañodol ni fraudilina. No pone luz de sol, ni claridad de luna, ni resplandor de estrellas en su lavado. No hay en él ninguno de esos misteriosos ingredientes que usted no puede comprender. Es jabón; nada más. Buen jabón.


    Hay más médicos que no pueden probar nada respecto al jabón Strykers que otras gentes o jabones.

    ¿Cómo puede hacerse 87 veces más espuma con el jabón Strykers? … Muy sencillo: usando 87 veces más jabón.

    Si usted quiere que el día de lavado no sea un dolor de cabeza, está usted delirando. El día de lavado es una pejiguera, no importa qué jabón use usted (aun el mismo Strykers). Pero éste le ayuda a hacer el trabajo bien y aprisa.

    ¡Tres nuevos y sorprendentes usos del jabón Strykers!
    1. ¡Lave a su marido con Strykers! Ningún otro jabón deja a los maridos tan lustrosos ni tan fáciles de manejar.
    2. Ningún otro jabón produce una espuma que huela tanto a jabón; ¡esa exquisita y hechicera fragancia que vuelve a los hombres locos, locos, locos!
    3. Strykers es el único jabón recomendado —por Strykers— para limpiar otro jabón cuando se ensucia.
    Selecciones del Reader's Digest. Tomo XIX, núm. 110.

miércoles, 11 de marzo de 2020

Los espejos atraen al rayo


¿Atraen al rayo
los espejos?

Por A. E. S.

    Si un objeto que contiene metal, como un espejo, no está conectado eléctricamente a la tierra, no está probado que atraiga el rayo; pero si se da el caso de caer el rayo sobre dicho objeto o muy cerca de él, el objeto metálico aumenta la conductibilidad y la potencia de la descarga, y el rayo será más potente que si ese objeto no estuviese allí.
    
    Yo he investigado mucho este tema. Ya el mismo Benjamín Franklin, inventor del pararrayos, dijo que no hay que permanecer cerca de un espejo durante una tempestad, pues hay varios casos documentados de rayos que han caído en casas en las cuales se encontró el espejo de una de las habitaciones quemado y con pedazos o esquirlas del vidrio del mismo incrustados en las paredes del aposento. Si una persona estuviese en ese momento en la habitación, habría sufrido serias heridas por los pedazos de vidrio lanzados en todas direcciones.

   Sucede que el espejo contiene una delgada película de plata metálica (antiguamente era mercurio y estaño) y éstas sustancias son excelentes conductores de la electricidad. Cuando la corriente eléctrica del rayo atraviesa la plata del espejo (que es lo que refleja las imágenes) dicho metal se funde instantáneamente y se calienta a muy alta temperatura; este gran calor es lo que hace romper el vidrio en miles de pedazos y lo proyecta en todas direcciones. Por ese motivo existía la sana costumbre —que aún se converva mucho en el campo— de cubrir los espejos con un paño grueso durante una tormenta eléctrica, para evitar que los pedazos de vidrio puedan herir a quienes estuvieren en la habitación donde se halla el espejo, en caso de caer un rayo en la casa. Esa costumbre viene de Franklin, el cual recomienda en uno de sus libros cubrir los espejos si amenaza tempestad. Y esto se pasó de boca en boca a través de los años y ahora es una costumbre muy practicada en el campo.

    Esto es válido para los lugares descampados, porque en una ciudad, los edificios y casas están protegidos por pararrayos.

   Una superficie metálica como es un espejo, u objetos metálicos como son joyas, palos de golf o armas de fuego, no está probado que ejerzan atracción sobre el rayo, pero en caso de caer uno, aumentaría muchísmo la conductibilidad de la electricidad hacia la persona que toma el objeto metálico, lo cual aumentaría considerablemente el peligro por hacer más intensa la descarga eléctrica.

    Por ejemplo, si en una casa cae un rayo, el cual puede bajar por la chimenea o por la antena de televisión, y en el camino que sigue el mismo hay un espejo, es muy probable que el rayo atraviese la plata del espejo, ya que como sabemos el rayo elige siempre el camino de menor resistencia para descargarse en la tierra, y sabemos que la plata es un excelente conductor de la electricidad y es el metal que mejor la conduce. En este caso, la gran temperatura que se produciría en el plateado del espejo, haría fundir instantáneamente el metal y dicha temperatura romperá el vidrio en miles de esquirlas —lo cual se ha visto varias veces— las cuales serán lanzadas en todas direcciones, siendo como es natural muy peligroso para cualquier persona que en ese momento se hallare en la habitación donde está el espejo. Y aunque dicha persona no sea alcanzada por el rayo, las esquirlas lanzadas en todas direcciones le producirán graves heridas en casi todo el cuerpo y especialmente en el rostro. Por ese motivo algunos cubren los espejos con un paño cuando se avecina una tempestad.

    Y aunque la plata del espejo no esté conectada a la tierra, eso no es impedimento para que el rayo pueda escoger dicho metal como parte de su trayectoria en su descarga a tierra, en el caso de estar el espejo entre un conductor ubicado cerca del techo (como un cable de TV o de electricidad) y otro conductor cerca del suelo conectado a la tierra, como una estufa, un radiador o una tubería de agua. El rayo, para cortar camino, es casi seguro que atravesará el plateado del espejo antes de llegar a la estufa o tubería de agua, con los peligros consiguientes.

    Cuando se avecina una tormenta eléctrica y se está en descampado, se recomienda no acercarse a cercas de alambre, tendidos eléctricos, molinos de viento, no llevar encima nada que sea de metal, no refugiarse debajo de un árbol y no acercarse a ríos, lagunas o pantanos, pues el agua también aumenta mucho la conductibilidad de las descargas a tierra. 
 Escrito por Alejandro E. Spalvieri en 2010 en el foro Yahoo Respuestas.